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Calavera Infernal

Pablo A.

Culto al cuerpo

Culto al cuerpo (A la chica que, sin poder, corría esta mañana por la playa)

Ya desde niña me decían Casilda: casi fea, casi gorda. Sí, mi físico ha marcado mi vida, seguramente desde la guardería aunque, por fortuna, ya no recuerdo esos años. Ojalá pudiera borrar igual la pubertad y la adolescencia. Y ya quisiera poder eliminar de un plumazo a Paco, a Sandra y a tantos otros de mi memoria.

Por suerte, o más bien por desgracia, no soy tonta. Digo que quizá por desgracia porque, si fuera estúpida, no me daría cuenta de cómo es mi cuerpo. A veces la ignorancia consigue la felicidad mucho más efectivamente que la sabiduría. Decía que como tengo una inteligencia normal, me doy cuenta de cómo soy. Sí, soy gorda y soy fea; y así son las cosas.

Afortunadamente tengo conocidos (no creo que lleguen al nivel de amigos, la verdad) que son amables. Ya no es como en la infancia, faltaría más. Es una suerte que al crecer, se desarrolle tanto la hipocresía. Seguramente sí lo comenten a mis espaldas, pero ojos que no ven... ¡Bendita edad adulta!, todo el mundo añora la niñez. Yo no, en absoluto, no volvería a pasar por eso ni por todo el oro del mundo.

Ser como soy tiene alguna ventaja, no crean. De jovencitas, cuando salíamos por ahí, nunca se me arrimaban los moscones, como le pasaba siempre a Sandra; que ponía una cara de aburrida que parecía que se iba a morir. Además, la mayoría eran unos macarrillas horteras que no había por donde mirarlos. (Que seré fea, pero yo también tengo mi gusto, no vayan a creer). Bien es verdad que, aunque hubiera sido una vez en mi vida, me hubiera gustado experimentar lo que Sandra sentía en ese momento. Sí, hubiera estado bien. Yo, durante unos años, me acercaba a mi amiga a tentar a la suerte, pero no hubo manera. Por aquella época achaqué a la mala fortuna que, cuando la acompañaba, ningún pelma se acercaba a mi amiga. Ahora, con el tiempo, entiendo que la famosa diosa no tuvo nada que ver, así como comprendo los motivos de Sandra para insistir tanto en que me fuera con ella a la discoteca. Hasta que conocimos a Paco, claro.

Paco sí se acercó a nosotras un día. Incluso habló con las dos. Fue amable con ambas, bailó con ella y, pásmense: ¡conmigo!. (De lo que son capaces los hombres por una chica como Sandra). Claro, a mí nunca me habían sacado a bailar. Cuando Paco lo hizo, mis ilusiones de inocente jovencita despertaron de su letargo y brotaron a borbotones, como saliendo de una botella de cava. Pero es cierto que no duraron demasiado. No di demasiada importancia al hecho de que bailara mucho más con mi amiga, ni a que, cuando lo hacía conmigo, la mirara a ella constantemente. Me alegro de no haber reparado en eso en aquel momento. Ese rato de felicidad, que me llevé para el cuerpo, ya no me lo quita nadie. La desilusión vino después, cuando Sandra empezó a llamar cada vez menos y, por tanto, yo empecé a salir cada vez menos también. Ella era la única "amiga" que tenía.

Yo soñaba con Paco. Sabía que eran sueños imposibles pero, al menos, me permitía esos ratos de "dicha virtual". Un día, paseando yo sola, me crucé con ellos dos. Bueno, yo los vi, pero ellos no estaban para verme a mí, con los ojos cerrados y las bocas mezcladas de tal forma que no se sabía cuál era la de quién. En fin, no es que me sintiera traicionada ni nada de eso; en el fondo lo sabía. Lo que más me fastidió es que mis momentos de felicidad virtual se terminaron con aquel beso y, encima, no fue un beso que me dieran a mí.

No he vuelto a tener otra amiga como Sandra, aunque sí muchos conocidos. No he dejado de salir por ahí a cenar, tomar alguna copa y eso; pero no ha vuelto a haber nadie como ella. Aún siento una alegría especial cuando la veo por la calle empujando el carrito de su hijo. Ella todavía me saluda con una sonrisa algo cortada, como si se sintiera culpable por algo. Yo le diría que no tiene que sentirse mal, que es ley de vida. Pero como ya no hablamos, me da reparo. Podría preguntarme qué es lo que estoy diciendo y tomarme por una presuntuosa. (¡Lo que me faltaba ya!).

Ya he intentado adelgazar varias veces. He probado todos los productos "milagro" que salen en los anuncios de la radio o en las televisiones por la noche. Me compré también uno de esos cinturones "mágicos" que, a base de impulsos eléctricos y ondas "ortogónicas", te reducen un montón de centímetros sin esfuerzo alguno. Lo peor de todas estas falacias no es el dinero malgastado, qué va. Lo peor es lo estúpida que se siente una por haber pensado que las dichosas ondas "ortogónicas" existen de verdad. Y todo por unas ilusiones vanas. El marketing se aprovecha de las miserias humanas, sí. También he probado todos los regímenes habidos y por haber: El del melocotón, el de la piña, el de la sopa "come-grasas", el método especial X de los cereales "Pelows". Ni que decir tiene que ninguno me ha funcionado. Alguna vez he perdido un par de kilos, sí; pero antes de quince días, había recuperado cuatro. La vez que más cerca estuve de conseguirlo fue cuando acudí a una clínica privada con doctores que te ponían unas dietas (disociativas, las llamaban), en las que podías comer todo lo que quisieras, siempre y cuando sólo fuera de lo que ellos te dijeran. Cierto, funcionó, perdí veinte kilos. El problema fue cuando empecé a comer de todo otra vez. Sí, duró más tiempo que las demás, eso es cierto, pero no tardé en recuperar veinticinco. No hay remedio, el único modo es el ejercicio y comer poco. Así que decidí hacer deporte y comer menos. Ya estaba bien, no podría dejar de ser fea, pero sí de ser gorda.

El primer contratiempo para mi nueva determinación fue ir a la tienda de deportes a comprar algo más o menos adecuado. Imposible, sólo pude comprar unas zapatillas. Nada de ropa en la que embutirme, aunque fuera estirándola bien y apretándome yo. Salí de allí con mis deportivos nuevos y muerta de vergüenza. En fin, busqué entre mi propia ropa, unos pantalones y una camiseta ligera, me calcé mis flamantes zapatillas blancas y salí al paseo marítimo a sudar como era debido. Empecé a correr con mis mejores zancadas, creo que los sudores me llegaron a los diez metros recorridos. Más o menos. Pero insistí. Los corredores habituales, con sus ropas ajustadas de famosas marcas deportivas, me adelantaban por la izquierda y la derecha. Yo, cuando podía, levantaba la vista y los veía alejarse. La gente me miraba: mi estilo no debía ser muy ortodoxo, pero yo no me rendía, estaba dispuesta a continuar y así lo hice hasta que creo que encontré en el pavimento una losa un poco más alta que otra y, yo, que supongo que no levantaba demasiado los pies del suelo, tropecé. Me rompí la rodilla. El médico dijo que se acabó el footing. Dieta rigurosa para quitarle peso a la articulación. Bastón de por vida.

Bueno, lo más probable es que esto me pasara por no aceptarme como soy, es verdad. O quizá porque esta sociedad, con sus chicas "vigilantes de playa", misses esqueléticas y tallas estándar, es la que no me acepta a mí. Y yo sólo quería integrarme, no sé...

Ahora sigo mi rígida dieta, paseo con mi bastón, me siento en algún banco, frente al mar a leer; o escucho música en casa, empezando siempre por mi tema favorito:

Hoy viene a mi la damisela soledad
con pamela, impertinentes y botón
de amapola en el oleaje de sus vuelos.
Hoy la voluble señorita es amistad
y acaricia finalmente el corazón
con su más delgado pétalo de hielo.

Brevedades

Brevedades Cuento Sefardí. (Déjame que te cuente, de Jorge Bucay)

En un oasis escondido entre los más lejanos paisajes del desierto se encontraba el viejo Eliahu de rodillas, al lado de unas palmeras datileras.

Su vencio Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis para que sus camellos abrevaran y vio a Eliahu sudando mientras parecía escarbar en la arena.

--¿Qué tal, anciano= La paz sea contigo.
-- Y contigo – contestó Eliahu sin dejar su tarea.
--¿Qué haces aquí, con este calor y esa pala en las manos?
--Estoy sembrando – contestó el viejo.
--¿Qué siembras aquí, Eliahu?
--Dátiles – Respondió Eliahu mientras señalaba el palmar a su alrededor.
--¡Dátiles! – Repitió el recién llegado. Y cerró los ojos como quien escucha la mayor estupidez del mundo con comprensión –. El calor te ha dañado el cerebro, querido amigo. Ven, deja esa tarea y vamos a la tienda a beber una copa de licor.
--No, debo terminar la siembra. Luego, si quieres, beberemos...
--Dime, amigo. ¿Cuántos años tienes?
--So sé... Sesenta, setenta, ochenta... No sé.... Lo he olvidado. Pero eso, ¿qué importa?
--Mira, amigo. Las datileras tardan más de cincuenta años en crecer, y sólo cuando se convierten en palmeras adultas están en condiciones de dar frutos. Yo no te estoy deseando el mal, y lo sabes. Ojalá vivas hasta los ciento un años, pero tú sabes que difícilmente podrás llegar a cosechar algo de lo que hoy estás sembrando. Deja eso y ven conmigo.
--Mira, Hakim. Yo he comido los dátiles que sembró otro, otro que tampoco soñó con comer esos dátiles. Yo siembro hoy para que otros puedan comer mañana los dátiles que estoy plantando... Y aunque sólo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi tarea.
--Me has dado una gran lección, Eliahu. Déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza que hoy me has dado- y, diciendo esto, Hakim puso en la mano del viejo una bolsa de cuero.
--Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasa esto: tú me pronosticabs que no llegaría a cosechar lo que sembrara. Parecía cierto, y sin embargo, fíjate, todavía no he acabado de sembrar y ya he cosechado una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo.
--Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy, y quizás es más importante que la primera. Déjame pues que pague también esta lección con otra bolsa de monedas.
--Y a veces pasa esto – siguió el anciano. Y extendió la mano mirando las dos bolsas de monedas-: sembré para no cosechar y, antes de terminar de sembrar coseché no sólo una, sino dos veces.
--Ya basta, viejo. No sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas tengo miedo de que toda mi fortuna no sea suficiente para pagarte...

Cuando leí este cuento, pasaba por un periodo en el que me planteaba: ¿para qué escribo? Las dudas me asaltaban. Incluso un vago pensamiento de ir dejándolo. Me veía sembrando letras, no ya de las que no vería sus frutos, sino que muy probablemente nunca los darían y que seguramente durarían incluso menos de lo que pudiera durar yo mismo. Pero leí esto y reflexioné. Y sí, yo ya he recogido cosecha. Muy probablemente no pasaré nunca de que mis escritos sean leídos por más de unas decenas de personas, pero la cosecha ya está aquí. Repasé lo que de mí escribieron las amigas de atra como damo de honor 2005 y ya no me cabía duda: de mi siembra de letras nacieron palabras (y no sólo palabras, sino también sentimientos) de buena amistad. Es por eso que os quería dedicar este cuento (que por una vez, no siendo mío, es bueno) como muestra de mi más profunda gratitud. Gracias, amigas.

Un amigo

Un amigo Acabo de guardar cinco minutos de silencio. Tocan a poco 5 minutos entre ciento noventa y dos personas. Ciento noventa y dos personas que me podrían haber deleitado con escritos llenos de esperanza, de humor, de sentimientos. Ciento noventa y dos personas que podrían haber sido mis amigos, mis familiares, mis conocidos. Ciento noventa y dos personas que ya no voy a conocer, que ya no me van a hacer reír, ni llorar, ni sentir. Me los robaron hace un año. Nos los robaron a todos. Ellos perdieron sus vidas, lo más valioso que nadie tiene y no tengo derecho a quejarme, pero me quejo. Sí, porque yo los perdí a ellos. Todos los perdimos. Yo no os conozco, pero no os olvido.

Negrita

Negrita Ustedes nunca podrán imaginar cuán dura es mi vida. No, nunca podrán saber lo que es sentirse la última de las deseadas cuando se ponen a escoger, y todo por ser más oscura que las demás. Y eso que nunca nos ven en el proceso de selección, pero sí, a todos se les nota la cara de disgusto cuando me ven aparecer y una, que tiene su corazoncito, no se acostumbra nunca a esas cosas. Sólo se les ve buena cara cuando me escoltan tres o, mejor, cuatro de mis compañeras. En ese caso sí que soy bien recibida. Pero a una le gustaría ser querida por lo que es, no por con quien llegas. Y una vez que me han elegido, cuando ya se les ha pasado la cara de disgusto, se les nota que quieren deshacerse de mí en cuanto puedan, nunca de las más claritas, no; si les es posible, yo la primera, y mucho más cuanto más novatos. A estos les gusta especialmente la altanera blanquita. Aunque eso no es lo peor, no, sufro mucho más cuando van saliendo unas y otras, van pasando turnos y yo sigo ahí quieta, mirando a izquierda y derecha viendo la compañía que me va quedando y calculando mentalmente mis posibilidades. Porque, si malo es que no te quieran, mucho peor es quedarte sin que se hayan podido desprender de ti. No vean qué cara se les pone en esos casos y una, que en definitiva, basa su existencia en agradar, no llora porque no puede. Pero no todo son malos ratos, no. Hay momentos en los que soy vencedora. Y esos son los mejores momentos de mi existencia, cada vez que me toca ganar, miro a la blanquita y me dan ganas de decirle: ¡Chúpate esa!. Pero una es muy profesional, además tengo que convivir mucho con el resto y no es cuestión de enfrentarse de ese modo. Otro de los grandes momentos es cuando no logran deshacerse de mí pero aún así no pierdo. Normalmente, en ese caso, el que me mira mal es el que no me escogió. Y yo me quedo pensando: “Toma, eso por no quererme”. Pero, claro, eso son las menos de las veces. La mayoría es como les cuento. Me siento la menos querida de todas mis compañeras y, lo peor, como ya les he mencionado, es que es por ser la más oscura. No, no pueden entender lo que una siente no siendo nunca deseada por nadie, cuando desean eliminarte cuanto antes, cuando siempre están buscando, los que no te eligen, que no consigas jugar. ¡Incluso ahorcarme quieren!. Claro, ustedes no lo pueden comprender, ustedes no son un seis doble.

Soneto a Medias

Soneto a Medias Siento que me piden algún cuarteto
que el que vive en mi mismo municipio
está empeñado en que yo rime un ripio
creyendo que me saldrá algún soneto,

esperando que ya rompa a endulzar
y que salte y que siga dando palmas,
que no quiero ser un salvador de almas,
ni me importa escribir y no botar.

Boto escribiendo, no escribo botando,
y me voy poniendo más colorado
mientras las sílabas ando contando.

Escribiendo a saltos, a bote pronto,
bermellón, rojo de amor regalado,
no sé contar, ¿qué importa?, tanto monto.

(Colaboración de Cerrolaza y Pablo A.)

Angustia

Angustia Por fin había llegado el verano. Ya era el tiempo en que las temperaturas suben, las ropas se aligeran tanto como las costumbres, cuando se duerme menos y probablemente se vive más. Rodrigo Rodríguez todavía tenía que trabajar durante un mes antes de las vacaciones pero su familia ya estaba haciendo todos los preparativos para el inmediato veraneo. Las maletas estaban abiertas sobre la cama, con la ropa rebosando, todos los juguetes de playa de Adriancete habían sido desempolvados después de haberlos rescatado del trastero donde pasaron todo el invierno. Las toallas esperaban colgadas en el respaldo de la silla hasta que alguien encontrara una bolsa apropiada para guardarlas. Rufo, el perro terrier de la familia, parecía intuir que algo pasaba y coleteaba nervioso entre las piernas de sus dueños echándoles el aliento en los tobillos. ?¡Quita Rufo, que hace mucho calor!-
Rodrigo adoraba a su familia aunque también disfrutaba del tiempo en el que hacía honor a su apellido. La de bromas que soportaba cada año en esta época. -¿Que, ya estás de tú mismo? ? Le solía dar una palmada en la espalda Mateo, su compañero despacho, todos los años. Rodrigo acostumbraba a pasar la época de Rodríguez bastante tranquilo. Casi nunca salía de juerga, normalmente llegaba a casa temprano, se preparaba algo de cenar y cogía un libro o veía una película. Nada extraordinario, pero le gustaba esa tranquilidad que sabía pasajera. Otra cosa es que esa soledad pudiera ser duradera, eso no lo habría soportado. Rodrigo no era una persona solitaria, todo lo contrario, le encantaban las reuniones con amigos y disfrutar de la familia.
Llegó la hora de la partida. Ya estaban todos los bultos cargados en el coche después de grandes esfuerzos para cerrar la portezuela del maletero y alguna que otra discusión sobre el hecho de si era necesario llevar tantas cosas o no, Rufo subió al asiento de atrás meneando el rabo de un lado a otro como si fuera un atizador, Adrián se sentó en el asiento especial para sus veinte kilos y Chelo, la mujer de Rodrigo, estaba colocando los retrovisores del Mazda a su medida.
-Ten cuidado en la carretera ? Le dijo Rodrigo a Chelo metiendo la cabeza por la ventanilla para darle un beso rutinario en los labios. ? Y tú pórtate bien y hazle caso a mamá. ? Adriancete asentía con la cabeza sin ni siquiera mirar a su padre pues estaba muy ocupado organizando los muñecos con los que jugaría durante el viaje.
Rodrigo observó cómo el coche desaparecía por la esquina de la calle encendiendo las luces de freno, después entró en casa y se puso a cenar la lasaña que Chelo le había dejado preparada en el horno. Se había hecho tarde, así que se fue a la cama a leer un rato el libro que llevaba a medias. Cuando había leído unas cuantas páginas, empezó a darle sueño, dejó el libro a un lado, estiró el brazo para alcanzar a apagar la luz y suspiró: -?Mañana será otro día? ?
De repente algo lo despertó, un ?Tuuut- tuuut? que, aunque le sonaba familiar, no tenía del todo controlado. ?Es el teléfono. ¿Quién puede ser a estas horas??. Descolgó el nuevo supletorio que habían comprado el día anterior después de que Adrián, usando el viejo como martillo destructor sobre su juego de construcciones, hubiera cambiado la utilidad del aparato.
- ¿Diga? ? Dijo todavía somnoliento
- ¿Señor Rodríguez? ? Al otro lado del teléfono había una voz seca de hombre, totalmente desconocida para él.
- Si, soy yo. ¿Quién es?
- Soy el Cabo Romero, de la Guardia Civil.
Rodrigó terminó de despertarse y alarmándose preguntó:
- ¿Qué pasa?
- Tengo que darle una mala noticia ? El cabo tenía ahora una voz dubitativa
- ¿Qué ocurre?
- Señor Rodríguez... Su familia ha tenido un accidente.
- ¿Qué dice? ¿Cómo ha sido? ¿Cómo están?
- Me temo que mal, señor Rodríguez
- ¿Pero que... que ha ocurrido?
- Señor, debería usted acudir a las urgencias del Hospital de La Vega Baja
- Voy para allá enseguida.
Rodrigo cogió la ropa que había dejado arrugada a los pies de la cama para ponerla a lavar al día siguiente, el pantalón parecía haber tomado vida propia y se resistía a volver a cumplir con su obligación a esas horas tan intempestivas, por fin lo pudo dominar, acertó a introducir el pie por la cavidad correcta, lo subió, cerró su bragueta y se fue poniendo la camisa mientras salía corriendo por el pasillo. Buscó en el cajón del aparador del recibidor, sacando un llavero y otro y otro más, hasta encontrar las del coche pequeño. Corrió al garaje. El ascensor tardaba demasiado en acudir, decidió bajar andando. Bajó saltando las escaleras de tres en tres. Al llegar al auto puso el contacto y se dio cuenta de que apenas tenía gasolina. ?¡Hay que ver! Chelo siempre lleva el coche igual?. Al recordar a su mujer le vino un nudo a la garganta que casi no le dejaba respirar, salió por la puerta del garaje y se dirigió rápidamente hacia las afueras. ?Creo que llego con esta gasolina? iba pensando. Torció por varias calles hasta llegar a la entrada a la autopista que se dirigía a la costa.
Mientras conducía, Rodrigo no hacía más que pensar en su mujer y su hijo, cómo los había despedido hacía pocas horas ?¿Por qué no le daría un abrazo a Adrián cuando se fueron??. Se sentía mal por haber deseado que llegara ese día en que le dejaban solo. ?Pobre Chelo... ¿cómo estará??. Rodrigo se temía lo peor. La forma en la que el guardia le había dicho cómo estaban no le había gustado nada. Calculaba que le quedaba todavía una hora para llegar.
Cuando empezó a ver los carteles que le indicaban su salida se alivió un poco. Ya estaba cerca, pronto estaría con los suyos. Al dejar la autopista, el coche hizo un ruido extraño y comenzó a detenerse. Rodrigo apretó más el acelerador, pero no respondía. Miró la aguja de la gasolina y estaba totalmente acostada sobre el cero. -¡No. Ahora no!-. Gritó con desesperación mientras golpeaba el volante de goma. -¡Maldita sea mi suerte-. Aparcó en el arcén de la carretera y salió desesperado a ver dónde podía encontrar ayuda. Varios coches que salían de la autopista pasaron por allí, pero ninguno paró. Unos porque venían a tal velocidad que ni lo vieron, otros porque no se fiaban de parar a un hombre a esas horas por esos parajes. Rodrigo estaba empezando a perder los papeles, las lágrimas le corrían por las mejillas, las manos le temblaban sin poder controlarlas y gritaba :-¿Alguien me oye? ¿Alguien puede ayudarme?-. Ya no sabía qué hacer, abandonó el coche, salió a pie en dirección al hospital, echando el alto a los pocos vehículos que pasaban. Ninguno paraba . Él sabía que no podría correr durante mucho más rato y que así nunca llegaría. ?¿Por qué no caí en coger el móvil??. Vio que, lejos, venía otro coche en su dirección. Se decidió a parar a este como fuera y se puso en mitad de la carretera con los brazos en alto. -¡Pare!. ¡Pare!. ¡Por favor, pare!-. El auto no parecía aminorar la velocidad, pero Rodrigo no pensaba apartarse.
Cuando el conductor se dio cuenta de que había un hombre en medio de la carretera, pisó el freno todo lo fuerte que pudo, pero ya era demasiado tarde, el hombre golpeó el parachoques.
Rodrigo no sentía dolor, sólo angustia por no poder ver a su familia, un inmenso sudor le inundaba todo el cuerpo, sólo sentía calor, mucho calor... De repente, como por la acción de un potente muelle, Rodrigo se incorporó. -¡Que calor!-. Miró a su alrededor, abrió los ojos de par en par. No lo podía creer. Soltó aire como si tuviera un colchón hinchable metido en sus pulmones. ?¡Estoy en mi cama!. ¡Ha sido un sueño!?. Rodrigo sudaba por todo el cuerpo, se miró las manos que le temblaban. Sintió que se asfixiaba de calor, lo mejor sería darse una ducha para relajarse, no sin antes haberse bebido un buen trago de agua para reponer todo el líquido perdido por el sudor.
Se dirigió a la cocina con paso lento, medio arrastrando los pies, rascándose la cabeza al tiempo que bostezaba. Tomó un vaso del mueble, notando como todavía le temblaba la mano, abrió el frigorífico, donde siempre tenía una botella de agua fresca, llenó el vaso notando el frescor en su mano, la acercó a sus labios y, en ese mismo instante, con el primer sorbo de agua dentro de la boca, un ?Tuuut- tuuut? que, aunque le parecía familiar, no tenía del todo controlado, rompió el silencio de la casa.

Pablo A. Noviembre 2004