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Calavera Infernal

EL HIJO DEL AIRE

EL HIJO DEL AIRE No hace mucho tiempo, un amigo marroquí, estudiante de medicina, al preguntarle por los curanderos de su país, me contó la siguiente historia:
- Hay cosas que no tienen explicación racional, pero no por ello hay que creerlas ni negarlas. En mi país hay dos tipos de brujos o curanderos, uno de ellos es el Chaouaf, que los encuentras por cualquier sitio y hacen ritos espirituales para contactar con los espíritus, tanto para hacer el bien, como para hacer daño a otra persona. Los otros, los que me merecen más respeto, son los Alfaquíes, hombres santos que generalmente viven aislados, en las montañas, también en los desiertos, viven muy pobremente, pasan el día rezando, su compañía son los espíritus, conocen todo tipo de plantas curativas, también pueden curar en la distancia, la gente de las regiones montañosas como el Gran Atlas, recurren a ellos, no sólo por fe, sino porque los médicos son escasos. No piden pago, al menos material, aunque a menudo imponen algún tipo de penitencia, creen que las enfermedades están relacionadas con algún tipo de trastorno espiritual o incumplimiento de algún mandato divino.
La gente les tiene mucho respeto y porqué no decirlo, miedo, no dejan acercarse a los niños.
Dicen de uno que vivía en la montaña donde yo nací, que una vez una mujer en estado avanzado de gestación, lo estaba pasando muy mal, le vino una fiebre muy alta, el color de su piel se había vuelto amarillo, no retenía en su estómago ningún alimento, era una mujer joven, este era su primer embarazo y hasta ahora había dado muestras de buena salud. El marido de esta, temiendo por su vida, subió a la montaña en busca de un Alfaquí milagroso que le habían comentado que vivía allí desde hacía muchísimo tiempo, parecería, escuchando a la gente del lugar, que fuera tan viejo como la montaña.
Tardó tres días en dar con él. Al tercer día lo encontró, sentado en el camino, con un cayado en la mano, esperándolo. Iba vestido con una túnica marrón, cubría su cabeza con un turbante también marrón, de ese color propio del pasado, del olvido, de la capa de polvo que rodea a los recuerdos. Su larga barba tapaba medio rostro, confundiéndose su extremo con la túnica, su frente, surcada de dos largas arrugas, como cuencas de dos antiguos caudalosos ríos, sus ojos grises, como la niebla, hundidos bajo las blancas cejas. Parecía de pequeña estatura, sus manos apoyadas en el cayado, que semejara su tercera pierna, estaban tan arrugadas como la piel de una tortuga, su posición era la de una larga y paciente espera.
El hombre de nuestra historia, se sobresaltó al ver aquella mancha marrón en medio de la inmaculada nieve. Llevaba dos días caminando en la montaña, en pleno mes de marzo, después de un crudo invierno que aún no había acabado, había dormido poco en los recodos de las rocas que encontró al paso, durante todo el camino había ido recitando el Corán, se había alimentado de pan y queso y como única bebida la nieve que encontraba en el camino. Al verlo, cayó de rodillas, no sabía si era mayor el miedo a perder a su esposa o el respeto a ese venerable anciano, ambos, capaces de hacerle olvidar su propio cansancio. Al levantar su cabeza le pareció que el anciano había aumentado su estatura, era muy alto. El Faquih le indicó con un gesto que se sentara en una roca que había a su lado, al mismo tiempo se llevaba el dedo índice a la boca indicándole silencio. Le dio a masticar una yerba seca, a los pocos minutos, masticándola despacio, notó como si su sangre fluyera de nuevo, el calor volvía a su cuerpo, el bienestar, la ausencia de dolor se apoderaron de él y una sonrisa de agradecimiento se iba dibujando en su cara. Entonces, escuchó una voz, clara y grave, sin poder determinar su origen, la sentía como si saliera de la roca en la que se hallaba sentado y le envolviera todo el cuerpo antes de llegar a sus oídos.
- Tu mujer vivirá, dijo, dará a luz a dos hermosos varones, gemelos idénticos salvo por un pequeño detalle, el color de sus ojos. Uno, el mayor, tendrá los ojos azules y pasará su vida mirando al cielo. El segundo en nacer llevará en sus ojos el color de la tierra. Ambos serán fuertes y sanos, nobles y estudiosos, los dos alcanzaran la sabiduría. Pero tu tendrás solo al segundo, el otro, el primero en nacer, has de entregármelo, será mi sucesor cuando yo me vaya, ya no me queda mucho tiempo en estas montañas.
El hombre se quedó dormido, aún así siguió recibiendo instrucciones en sueños, supo lo que debía hacer para entregar al niño al Faquih sin que nadie supiera nunca de su existencia, supo que al bajar de la montaña encontraría una cabra, debía llevársela consigo, que el parto sería pronto, que nada más nacer el primero, debía envolverlo en una manta de lana color marrón y sacarlo a la luz de la luna, junto con la cabra, depositarlo al pie de un olivo, no lejos de su casa, y después atender al segundo parto y olvidar para siempre a ese hijo, que según el Faquih no era suyo, sino del cielo, como indicara el color de sus ojos, y a él lo entregaría. En caso de no hacerlo, perdería uno a uno a todos los miembros de su familia.
El hombre despertó, se encontró encima de una cama de paja, con varias mantas de lana por encima y cerca de una hoguera de llama discreta, en lo que parecía ser el fondo de una cueva. A su lado había un cazo de leche tibia, la bebió y le supo a gloria. Llamó al Alfaquí en voz alta, varias veces, pero nadie contestó a su llamada. Supo entonces que era la hora de emprender el regreso, ya no tenía encima la tristeza de perder a su esposa, al contrario iba a ganar a dos hijos, bueno, solo a uno. ¿Sería capaz de entregar el primero nada más nacer? .Era obligatorio, mejor no pensarlo.
Depositó dos quesos que llevaba en su alforja, en prueba de agradecimiento y rezó dando gracias a Dios por todo este consuelo.
La cuesta abajo era más ligera, ya no le pesaba la pena, ahora llevaba en su zurrón sólo un trozo de queso y otro de pan, estaba impaciente por ver el milagro prometido, su mujer sana y salva, este embarazo le había quitado la salud y la alegría, parecía una flor mustia, ahora la vería reverdecer, otra vez guapa, ilusionada con el nuevo hijo, como había sido siempre, como tenía que ser. Su padre no se equivocó al elegirle esposa, le había hecho tan feliz siempre risueña, resolviendo los asuntos cotidianos de la mejor manera.
Encontró la cabra cerca de la aldea en la que se habían instalado hasta que su mujer se repusiera, la había traído aquí al lugar donde nació y se crió para intentar sanarla con el aire puro , más lleno del oxígeno que corría por estas alturas. La cabra lo siguió dócil, esto aumentó su esperanza, su sueño se estaba cumpliendo, llegaría a tiempo de cumplir su parte.
El cielo le estaba dando una oportunidad de seguir siendo feliz junto al ser que más quería, no se había dado cuenta de la falta que le hacía hasta que no la vio irse de este mundo . No podía ni quería imaginarse como sería la vida sin ella, sólo dos años antes, cuando aún era soltero, estudiante y vividor, sin responsabilidades. ¡Le daba tanto orgullo su familia!
Ella nunca debía saber que eran dos los hijos que llevaba en su vientre, ¿Cómo mentirle?, nunca lo había hecho, mejor no pensar, las cosas estaban saliendo bien, confiaría en el anciano, a él al devolverle la esperanza, también le había devuelto la vida.
Al llegar a casa encontró a la mujer dormida, serena, con su piel más sonrosada, su respiración, aunque agitada, mucho más pausada que la que él recordaba. La besó suavemente en la mejilla, sin despertarla, tampoco despertó a la vieja criada que la cuidaba.
Avivó el fuego de la chimenea, puso abundante agua a hervir y se descalzó, tenía los pies hinchados y doloridos, los metió en agua casi hirviendo, sintió en sus pies todo el cansancio de los últimos cinco días caminando en la montaña. Ya no era joven, tampoco viejo. La vida en la ciudad le había aflojado los músculos y abultado el vientre, antaño liso. Era un hombre alto y corpulento, pero estaba empezando a sentir el peso de los años, rondaba los cuarenta, o tal vez era el peso de los kilos lo que se le venía encima, su esposa en cambio no llegaba a los veinte.
Preparó un té con mucho azúcar, incorporó a su esposa sin despertarla y le dio a beber un trago, le hizo bien, pues le devolvió una sonrisa entre sueños. Se acostó a su lado, sintió la tibieza de su cuerpo y se adormeció.
Aún no había amanecido cuando lo despertó un quejido, un terrible y desgarrador grito a su lado, sintió las manos de su mujer clavadas en su brazo, vio su cara de angustia bañada en sudor y supo lo que debía hacer, hirvió agua en abundancia, cerró la puerta de la estancia con la esperanza de que la vieja criada no se despertara y se dispuso a atender el parto con una maestría extraña, nunca había visto un parto, ni siquiera de los animales domésticos y si se hubiera dado tiempo a pensarlo, no lo habría hecho, pero era como si una fuerza sobrenatural le guiara los pasos a seguir, el bebé ya asomaba la cabeza cuando la madre perdió el conocimiento después de dar el último empujón al recién nacido, el cual, envuelto en sangre y con un largo cordón reliado por todo el cuerpo y firmemente pegado a la barriga, abrió la boca en un largo bostezo y tomó su primera bocanada de aire fresco, sin llorar.
¡Que hermoso es ver nacer a tu hijo!- pensó. Lo lavó primero con todas las toallas que encontró apiladas en una silla, luego cortó el cordón umbilical con un cuchillo de cocina, previamente pasado por el fuego para desinfectarlo, y con lágrimas en los ojos lo vistió y arropó en una gruesa manta de lana marrón y lo abrazó llorando.
La cabra que en todo momento había permanecido a su lado, aunque él hubiera olvidado su presencia, le mordió la pierna suavemente, avisándole que no perdiera tiempo, el día se iba imponiendo a la noche, estaba clareando. Salió en busca del olivo, donde dejar su tesoro, apenas visto, pero sentido como si de su propio corazón se tratara. Le añadió otra manta más por encima, hizo un hueco en la hierba con las manos y lo acostó, la cabra inmediatamente lo amamantó como si de una cría suya se tratase, no podía dejarlo allí, se quedó inmóvil observando el milagro, el niño abrió sus ojos y lo miraba con una mirada azul inolvidable. El alba había llegado, oyó un nuevo grito, aún más fuerte si cabe, que el primero. ¡Este es mi verdadero hijo!, pensó, y echó a correr hacia la casa.
El segundo hijo asomaba la cabeza, pero no acababa de salir, quedaba agua hervida, pero no muchas más toallas limpias, la mujer estaba llena de sangre, él había olvidado limpiarla, absorto como estaba por el niño, la esposa estaba muy pálida. La vieja criada asomó la cabeza por la puerta, había oído este desgarrador grito y al ver tanta sangre se asustó.- ¿Qué ha pasado aquí?, preguntó, y sin esperar respuesta gritó:
- ¡Se nos va!
- ¡No!, dijo él, no se nos va, al ver que la mujer se ocupaba de traer al mundo a este niño, él se abrazó a su esposa y se dejó llevar por el llanto, como un niño asustado, este llanto lo liberaba de la tensión vivida.
- No te puedes ir, tienes que ver como crece tu familia, no puedes dejarme solo, no sabría cómo vivir sin ti.
Ella hizo un último esfuerzo y volvió a perder el sentido. El niño nació y la vieja criada se ocupó de todo, no era el primer parto a que asistía, era una experta en estos menesteres. El mientras tanto seguía aferrado a la mano de su esposa que había sucumbido al dolor por segunda vez, le susurraba al oído palabras cariñosas, le besaba la mano, se la mojaba con sus lágrimas y la arrullaba como había hecho con su primer hijo, como si fuera ella la recién nacida, le pedía perdón por ser él la causa de tanto sufrimiento y cuando la anciana le puso el niño entre los dos, encima del regazo de la madre, aún inconsciente, le vino el recuerdo del otro, del abandonado, los rayos de sol se colaban ya por la ventana. Se secó la cara y salió murmurando una excusa, llegó hasta el olivo, allí no había nada, ni siquiera la huella de la cunita de hierba, ni siquiera las huellas de las patas de la cabra que tan gentilmente lo había amamantado.
El pueblo se había levantado, las mujeres se acercaban a la casa para preguntar en qué podían ayudar, lo vieron allí, arrodillado, tanteando el suelo con las manos, los ojos anegados en llanto, pensaron lo peor, que la esposa había muerto, rodeándolo en silencio, trataron de levantarlo sin conseguirlo, hasta que alguien gritó desde la casa que la mujer había despertado, sólo entonces, abandonó su cunita de hierba y abrazó a su esposa.
- Y así acaba el cuento, ya conoces un poco más a mi pueblo, dijo mi amigo, ahora sólo te falta ir en persona.

Dos años más tarde de escuchar esta historia, me surgió un viaje al desierto del Sahara, con unos amigos, íbamos en un jeep, con tiendas de campaña, por el camino nos íbamos uniendo a otros grupos de aventureros, recorrimos kilómetros de desierto, visitando todos los poblados y asentamiento de beduinos que encontrábamos a nuestro paso.
Un día, me empecé a sentir mal, me subió mucho la fiebre, parecía una gastroenteritis, mis amigos fueron a buscar a un médico y de paso la manera de llevarme a un hospital, porque la cosa parecía seria y estábamos bastante alejados de cualquier centro médico.
Me quedé sola en la tienda, en un estado de duermevela, por la fiebre, empecé a escuchar una voz grave y clara entonando un cántico extraño, como una especie de letanía en un idioma raro, miré al lugar de origen de esta melodía y vi una silueta de un beduino sentado en el suelo, no muy lejos de donde yo me encontraba, llevaba una túnica marrón, un turbante en la cabeza marrón también, de ese color propio del olvido, del pasado, de la capa de polvo que rodea al recuerdo.
Me miraba atento, al verme despierta me alcanzó una yerba seca, me dijo que la masticara muy despacio, al verlo de cerca, creí que era mi amigo, él que me contó el cuento dos años antes, era idéntico, los mismos rasgos, los mismos movimientos de las manos, pero percibí un detalle diferente, un único detalle, su mirada era azul, del color del cielo.
- ¡ Conozco a tu hermano gemelo, tu doble!, Le dije, sin poder contenerme de la sorpresa. Me arrepentí enseguida, si era verdad y no estaba delirando por la fiebre, no tenía que haberle dicho nada, era mejor que nunca supiera esa verdad. Tenía que ser doloroso saber que a uno lo separan de su otra mitad y nunca la va a llegar a conocer.
Ante mi sorpresa, me contestó:
- Yo también conozco a tu doble, vive en el Gran Atlas y como yo, es hija del aire, ella
ha sido la que me ha enviado a ayudarte al saberte en peligro, no temas nada, estás en buenas manos.

2 comentarios

Jimul -

Sencillamente, gracias por colgar parte de tu ser en el Infierno...

white -

No, sé, quizás las palabras se me hacen escasas para decirte cuánto me ha gustado tu relato. El desierto es mi pasión y espero poder ir algún día junto a él.
Mientras, espero poder seguir leyendo relatos como este.