Huésped

y un cayado de espinos, descalza y abatida
te encontré bajo el quicio de la puerta una tarde.
Abrí de par en par
los brazos y mi alma
y me ofreciste ayuda
para afrontar la vida,
o para hallar la carta
que cierra el solitario.
Llegaste, soledad,
tan desolada,
tan sedienta de sol,
que te ofrecí la luna
del ropero,
y en sus perchas colgaste tus harapos.
Cien fanegas de sal
has comido conmigo
y eso me da el derecho
a llamarte mi amiga.
No temo tus desplantes
y dejo que compartas la anchura de mi lecho.
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Dulcinea2002 -
Anónimo -
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