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Calavera Infernal

Sr. Noche

El Potrero

El Potrero El dueño de la pelota

Los barrios tienen lugares secretos, llenos de magia de la infancia. El potrero era uno de ésos, un terreno baldío que algún tano escapado de la guerra compró como inversión y, cuando pudo volver a su tierra, dejó abandonado.

El potrero reunía a los pibes de la cuadra, que huyendo de la siesta, nos juntábamos a jugar a la pelota. Llegábamos de a uno, arrastrando los pies, con la pereza que dan un par de platos de fideos y el postre, infaltables en los almuerzos familiares del domingo. El más importante siempre era el último en llegar. El gordo aparecía cuando la impaciencia nos había ganado y andábamos dándole patadas a una lata. Venia haciendo picar la pelota como si disfrutara ese momento de gloria que le daba el “ser importante”. El gordo era importante. ÉL era el dueño de la pelota, una número cinco de cuero con los colores de Boca y los gajos cosidos a mano.

Cuando lo veíamos llegar, todos empezábamos a gritar, “¡pásala! ¡pásala!”. Con el brazo, el gordo, tiraba la pelota al aire, y uno de nosotros la paraba de pechito o la cabeceaba y hacíamos un toque. El jueguito vistoso de algún comilón que no pasaba la pelota, se interrumpía con un acto formal revestido de trascendental seriedad: La elección de para qué arco pateaba cada uno. Los dos más habilidosos, que jugaban en las inferiores de los clubes locales y eran los líderes indiscutibles porque tenían botines, se encargaban de formar los equipos. El sistema, siempre el mismo, era inobjetable y garantizaba el equilibrio, no sólo de los dos bandos, sino del resultado del partido. Así, recorriendo una línea imaginaria que los separaba, uno decía “pan” y adelantaba el pie izquierdo poniendo el talón pegadito a la punta del pie derecho; el otro lo imitaba diciendo “queso”. Cuando quedaban enfrentados, el que pisaba a su contrario, podía elegir primero.

El gordo era el último en integrar uno de los equipos. Él decidía para dónde pateaba, evaluando, cuál de los dos bandos, tenía más posibilidades de ganar. Era un tronco, lo que se dice una “ojota”, no era apto para ningún deporte. Así que el capitán del equipo elegido, lo neutralizaba poniéndolo al arco. Había que cuidarse, aunque una jugada peligrosa entre cualquiera de nosotros, no pasaba de un par de empujones y elogios a las respectivas hermanas. Pero meterse con el gordo, podía significar el final del partido. Nunca terminábamos ninguno, que yo recuerde, porque o el gordo se enojaba y se iba con la pelota o lo llamaban a tomar la leche, como si fuera a morir de debilidad.

Fui creciendo, las piernas se me llenaron de pelos y dejé de usar los pantalones cortos como era habitual. Fumé el primer cigarrillo y después, muchos atados más, los que hicieron que no pueda correr ni el colectivo cuando llego tarde a la parada, y que abandonara los picaditos del domingo. Y el potrero, que de pibe veía inmenso como el estadio monumental, terminó siendo un supermercadito coreano. Muchas cosas cambiaron, pero hay algo que aprendí en aquel lugar mágico y que se mantuvo inalterable en lo que tengo de vida: Siempre hay que llevarse bien con el dueño de la pelota, porque sino, no te deja jugar “el partido”.

SOÑANDO CON ÁFRICA

SOÑANDO CON ÁFRICA “…algo tan risible como su lucha contra los molinos de viento revela una desesperada verdad de la condición humana. Lo mismo ocurre con los sueños, de ellos se puede decir cualquier cosa menos que sean una mentira.”
“La Resistencia” – Ernesto Sabato

Todas las personas son diferentes, pero todas tienen características en común. Todos soñamos, pero mientras algunas personas sueñan, otras, muy pocas, se despiertan en un sueño.

Le había llegado el turno a Antoñito, que con su flamante título de contador bajo el brazo, comenzó a pensar en casarse y formar una familia. Hijo único de doña Rosa, una mujer de carácter firme, que estando en el noveno mes de embarazo, enviudó por culpa del conductor de un tranvía, en el que viajaba su marido rumbo a su trabajo, que una madrugada cruzó el Riachuelo con el puente levantado. Doña Rosa con los ingresos del seguro y una pensión del difunto, consagró su vida a ese hijo. Y no fue una tarea fácil para una mujer sola elegir lo que convenía o no para Antoñito, desde el color de las medias hasta la vocación. No pocas discusiones tuvo para convencerlo de abandonar ese sueño loco de ser biólogo marino, por una carrera más redituable. Tampoco fueron pocos sus esfuerzos para alejar a todas aquellas oportunistas que se acercaron a tomar por asalto el corazón de su hijo.

Así, Antoñito, que era más sano que el aire de campo, pintón y profesional, lo que se dice un buen partido, se puso a buscar compañera. Pero era difícil llenarle el ojo a doña Rosa y ninguna de las candidatas resultaba ser para su madre merecedora de estar a su lado. Un día, en un té canasta al que la llevó, conoció a una chica. No era el tipo de mujer que lo atraía, pero tenia algo familiar en sus formas. Después de un par de salidas, juntó coraje y se la presentó a su madre. Terminada la cena, las mujeres se sentaron a conversar y en un momento en que la chica pidió permiso para ir al baño, Doña Rosa aprovechó para decirle a Antoñito que ésa era la mujer que sabría decidir lo que era mejor para los dos y lo abrazó.

Y fue así como Antoñito se casó, prosperó y vivió tranquilo, hasta su séptimo aniversario. Pensaba darle una sorpresa a su mujer. Un mes antes, se entrevisto unas cuantas veces con una corredora de viajes y con la vendedora de una joyería de la calle Alvear. Para no despertar sospechas, salía del trabajo al mediodía y se reunía en una confitería cercana. Una semana antes de la fecha, su mujer lo llamó a la oficina para pedirle que almorzaran juntos, porque tenía algo importante que decirle. Ya en el restaurante, ella sin ningún preámbulo, le pidió el divorcio. Antoñito no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. Trató de preguntar el porqué, pero la respuesta llegó antes. Ella firme agregó que tenia pruebas de su infidelidad. El mundo se detuvo en silencio. Cómo podría acusarlo de ser infiel a él que ni en sueños le había faltado. Es más, sólo tenía un sueño, era un tipo con un sueño solo. Después de abandonar la pubertad soñaba con una mujer de piel negra. Pero no cualquiera, no una mujer bien definida y africana con esa piel oscura casi azulada. Nunca se había atrevido en el sueño a avanzar sobre ella, sólo la admiraba. En la cabeza de Antoñito sonó la alarma de un despertador. Llamó al mozo, pidió la cuenta y le dijo a su mujer que esa misma tarde pasaría a buscar su ropa para mudarse a un hotel.

Una semana le llevó a Antoñito darse cuenta de que a los pájaros que nacen en cautiverio les cuesta adaptarse a la vida salvaje y muchas veces no logran alcanzar la libertad después de dejar la jaula. Todos los días salía a las diecinueve horas y caminaba hasta el restaurante en donde cenaba para luego regresar a su habitación. Un miércoles caminaba por Carlos Pellegrini y al llegar a la esquina de la Avenida Córdoba, parada junto a la puerta de la confitería, estaba la mujer de sus sueños. Era ella, alta casi como él, con formas bien torneadas, cabello largo frisado que arrastraba la noche, manos grandes de palmas muy blancas y dedos finos y una boca de labios gruesos y rojos. Pero lo más importante era su piel de color negro azulado.

Sin saber cómo se despertó el pirata que no sabia que llevaba dentro y se lanzó al abordaje. Pronto estuvieron dentro de la confitaría y con unos cuantos cafés supo en lenguaje portuñol que había nacido en Mozambique, hija de un portugués y de una mujer de la tribu Zulú. Después de la muerte de su madre, su padre trasladó el negocio de fertilizantes para tabaco a la ciudad de Sao Borja en Brasil, manteniendo su comercio con el norte argentino. Cuando éste murió, hizo todo por sobrevivir, pero en una ciudad de frontera es muy difícil la vida, así que se trasladó a Buenos Aires, donde se ganaba la vida acompañando turistas, haciendo uso de su idioma.

Llegó la cena y por efecto del vino, él la invitó a su habitación. En el camino tomándola de la cintura le susurró si podía llamarla África. Ella con picardía dijo que mientras pagase la tarifa podía llamarla como quisiera. Antoñito y la mujer de sus sueños entraron en la habitación. Ella se dirigió al baño y él con todos sus miedos juntos, se desnudó tirándose en la cama. Nunca había estado con otra mujer que no fuese su esposa. Puso música para calmarse. Sonaba Sabina…”el sexo con amor de los casados…” la Magdalena. La idea de que pronto develaría los secretos de aquel cuerpo y la sensualidad de la mujer que despertaba su deseo pudieron más que los miedos. Sintió el picaporte y se incorporó para recibirla. La luz del baño iluminaba el continente africano al desnudo. Los ojos de Antoñito fueron bajando y se quedó petrificado. Había partes del continente que no figuraban en sus sueños. No podía creer lo que veía. Volvió en si, pasó junto a ella, recogiendo su ropa y entró al baño atacado de náuseas y mareos. Se vistió como pudo y buscó la salida sintiendo a sus espaldas un gemido en llanto.

Ese miércoles cambiaria la vida de Antoñito radicalmente. Después de un par de semanas de cavilaciones, preguntas, respuestas, su cabeza alcanzó un orden y acuerdo. Volvió a su casa y a su mujer. Doña Rosa agradecía a la Virgen del Pilar que hubiese recuperado la cordura. La vida continuó sin sobresaltos, pero eso sí, Antoñito todos los miércoles a las diecinueve en punto visitaba África.