Blogia
Calavera Infernal

Recetas Infernales: Un día de campo

Recetas Infernales: Un día de campo Un día de campo.

A Cerrolaza (Lo prometido es deuda)

¡Por fin era sábado por la mañana!. Había quedado con la gente que conocí por Internet. En realidad no los conocía ¿Quién me mandaría a mi ser tan hospitalario e invitarlos a un arroz a la lumbre?. Es cierto que había hecho decenas de Paellas antes, pero siempre me pongo nervioso cuando llega un día de campo y arroz. Mi arroz con conejo tiene fama entre mis amigos, pero esta gente es de fuera y no sabía si les gustaría la paella de otra forma. Compré los dos conejos donde “La Tomasa”. Mira que cría bien los conejos esa mujer, nada de pienso, todo hierbas de la huerta. Y qué suerte que tuviera tomates recién cogidos, qué bien olían esos tomates. No hay nada como comprar estas cosas donde se crían. Odio los conejos de carnicería, parecen ratas insípidas. ¿Y los tomates? Todos envueltos en ese plástico, que parecen de cera y cuando los abres ni siquiera echan olor; no es que huelan mal, sino que ni huelen. A eso de las diez comencé a recoger la paellera, los hierros y las pastillas de fuego para llevarlos al coche. A Cerro y los otros les quedarían un par de horas para llegar, pero ya debían estar en viaje. En mi mente daba vueltas el nombre de Cerro ¿Por qué le llamarían así?. Sólo me sonaba a “cerro de Úbeda” y, la verdad, es que divagaba mucho en los foros de Internet. Suponía que era por eso.

Ya era sábado por la mañana. Observaba como se acercaban, desde el fondo de la calle, Mariano y “el pequeñajo” con su chica. No tenía nada claro si habría sido buena idea quedar para ir a comer una paella a la ciudad de Juan, tan lejos, pero es lo que tiene Internet, que te animas, te animas y, al final, quedas con alguien que no conoces en realidad. Menos mal que éstos, por una vez, fueron puntuales; Alicia se quedó dormida en el coche y tuve que dejarlo en marcha para que no se congelara. Buen madrugón les hice dar a todos con mi afabilidad y mis ganas de quedar con gente. A esas horas tan tempranas, Mariano ya venía fumando uno de esos cigarrillos adulterados que siempre lleva en su pitillera. Con razón le llaman Mariano, llamándose él Ramón. Jeremías y Ester traían unos ojitos de no haber dormido en toda la noche. Seguramente venían directos de la juerga del Viernes. Cuando llegaron a mi altura, los tres me sonrieron
- Buenos días, Cerro – Me saludó Mariano
- Buenos días, banda – Respondí al trío – Venga, vamos que nos queda un viajecito.
- Ya te vale. Haber quedado tan lejos para comer. – Me decía Jere mientras bostezaba
- Te recuerdo que al final os apuntasteis todos.

A eso de las doce, comencé a ponerme más nervioso y un poco impaciente. Ya había cogido el mejor sitio del monte, donde la barbacoa está al lado de la mesa de piedra, para que estuviéramos todos cómodos. Gracia, mi mujer, estaba preparando las neveras con el hielo y las cervezas para que estuvieran bien frescas a la hora de comer. También ordenaba los vasos y platos de plástico, ponía unos manteles de papel sobre la mesa y los sujetaba con piedras para que no se los llevara el viento. Mientras, yo azuzaba el fuego que acababa de encender. Jorge, mi hijo de cinco años, traía palitos para “ayudarme a trabajar”. En realidad le encantaba tirar palitos al fuego y verlos arder desde lejos. Estaba todo listo, el fuego ardiendo, la comida en las bolsas, la mesa puesta y, las cervezas, que ya venían frías del frigorífico de casa, en hielo para que se pusieran en su punto. Debían estar a punto de llegar...

Eran las doce. Juan estaría ya esperándonos, pero nos perdimos por las carreteras secundarias y tuvimos que preguntar cinco veces, andando y desandando caminos para, por fin, encontrar el que nos llevaría hasta la explanada del monte donde habíamos quedado. Mientras íbamos por un camino de tierra, no sabíamos si era el adecuado o no hasta que Alicia dijo:
- Por ahí se ve humo. Quizá sean ellos
Efectivamente, eran ellos. Pero yo no podía estar seguro. En realidad no conocía a Juan, sólo había hablado con él por Internet. Pero ese matrimonio y su hijo, debían ser ellos. No era normal tener tantos bultos de comida para dos adultos y un niño pequeño. Mientras nos acercábamos, los tres, colocados uno al lado de otro de manera que parecían un comité de bienvenida, nos esperaban al fondo, mirándonos.

Por fin vimos aparecer un coche. Gracia ya me había preguntado un par de veces:
- ¿Seguro que van a venir?
- Seguro... Seguro... – Le respondía yo con tono algo fastidiado, pero con cierta duda interior.
El todoterreno se acercaba lentamente por el camino de piedras. Dentro venían cinco personas. Gracia y Jorge se colocaron a mi lado, los tres los mirábamos, yo hice un saludo levantando el brazo y vi cómo se encendían las luces a ráfagas. Efectivamente, tenían que ser ellos. Me dirigí al conductor, mientras éste se bajaba y le dije:
- ¿Cerro?
- Sí, ¿Juan? – Me respondió él
- El mismo – Le sonreí.

Después de bajarme del coche y cuando se acercó a mí, nos presentamos y nos apretamos las manos. Por fin habíamos llegado. Juan lo tenía todo preparado. Nos presentó a Gracia y a Jorge, su familia y, en seguida, nos abrió una cerveza a cada uno. Él se dirigió a la barbacoa a avivar un poco el fuego y, según dijo, para empezar a cocinar.

Una vez hechas las presentaciones y descorchados unos botellines, comencé a prepararlo todo para hacer el arroz. Puse la paellera en el fuego, y vertí dentro un buen chorro de aceite puro de oliva. Pronto éste estuvo caliente y eché el conejo troceado. Noté como Alicia y Cerro, que se habían acercado para ver cómo hacía el arroz, ponían una cara un poco rara al ver la carne.

Cuando Juan se puso a cocinar, Alicia y yo nos acercamos para hacerle compañía. De pronto, Juan cogió una bolsa de donde salió una carne (de conejo según parece) toda roja. No parecía de los que yo solía comprar en las carnicerías. Esta tenía mucha más sangre.
- ¿Por qué no le lavas la sangre? – Le pregunté con un poco de prudencia, ocultando mi aprensión.
- La sangre no se le lava al conejo, le da más sabor al arroz. – Me respondió Juan. Y yo me quedé pensando en si Alicia, al final, probaría este arroz

Me di cuenta de que Cerro y Alicia no entendían nada de conejos al pedirme que lo lavara. ¡Lavarle la sangre a un conejo de huerta!.
- Si lo lavas, pierde mucho sabor. Mirad cómo se fríe y qué olor desprende. – El olor del aceite y la carne friéndose empezaba a impregnar todo el paraje.
- ¡Esto se merece una caña! – Dije con ánimo. Lo que hizo que Alicia, en seguida, me trajera un quinto, que al cogerlo casi me congela la mano. - ¡Está en su punto!.
Una vez que el conejo estaba bien frito, lo fui sacando del aceite y poniéndolo sobre una fuente.
- ¿No le echas unos ajos? – Me preguntó cerro. - ¡Le darían buen sabor!
Para mí es casi un sacrilegio poner ajo al arroz con conejo, pero no se lo dije a cerro y le respondí todo lo amable que pude:
- Es que yo nunca hago el arroz con ajo.

Cuando Juan me dijo que nunca le echaba ajos al arroz, me quedé extrañado, yo se los pongo a casi todo y me sale una paella buenísima. Pero no quise insistirle porque aún no había suficiente confianza y, al fin y al cabo, era él quien estaba cocinando. De todas formas, entre la sangre del conejo y que, por lo que veía no le iba a echar mucho más para dar sabor, no me parecía que fuéramos a comer el mejor arroz de nuestra vida. Menos mal que por las bolsas vi que había más cosas de comer y, como no nos conocíamos, siempre me quedaba el recurso de que yo soy de poco apetito. Una vez que el conejo estaba frito, mientras lo sacaba a la fuente, Juan ofreció una molla a Alicia. Alicia la tomó más por educación que por ganas, pues lo de no lavarlo la había dejado un poco aprensiva. Cuando por fin se decidió a llevársela a la boca, noté cómo le cambiaba la cara. Abrió los ojos con admiración y dijo: - ¡Está buenísima!. Entonces me dio a probar un trozo y lo corroboré. Efectivamente, ese conejo tenía muy buen sabor; a pesar de la sangre.

Cuando les di a probar el conejo frito, se les notó en las caras, antes de que lo dijeran, cuánto les gustó. Estaba claro que debían haberse convencido de lo bueno que era dejar la sangre en lugar de lavarla.
En seguida comencé a sofreír el tomate. Cerro volvió a sugerirme, muy amablemente, que le pusiera ajos. ¡Menos mal que no había traído! ¡Qué fuerte! ¡Ajo!. No sé qué comerán estos por ahí, pero un arroz con conejo nunca puede llevarlo. ¡Un sacrilegio, vamos!. El tomate estaba listo y ya sólo faltaba añadir el agua, la carne, un buen chorro de aceite de oliva y esperar a que hierva para echar el arroz. Era el momento de tomarse una caña y hablar tranquilamente con mis nuevos amigos.

Cuando Juan puso el agua a hervir, fue cuando nos pusimos a hablar más de nuestras cosas y cuando realmente empezamos a conocernos. Juan era tan divertido en directo como a través de los foros, quizá algo menos elocuente, parecía más tímido, pero me seguía cayendo igual de bien. Además, su mujer, adorable, siempre estaba preocupada por que no nos faltara de nada y su hijo, un crío que no paraba pero que era un número.

El rato que estuvimos hablando hasta que hirviera el agua, fue cuando en realidad terminamos de coger confianza. Ya casi parecía como al escribirnos en el foro, yo empezaba a perder la timidez que siempre tengo al principio, en parte gracias a los cuatro quintos que ya llevaba, en parte a que Cerro, Alicia, Mariano, Jere y Ester eran un encanto; y estoy casi seguro que también tenían algo que ver esos cigarros a los que me invitaba Mariano constantemente.
Al cabo de unos minutos, comenzó a hervir el agua. Me dirigí de nuevo al fuego a echar el arroz. Cerro, que parecía interesado en cómo lo cocinaba, se vino conmigo. Rocié el arroz por encima, lo removí un poco para que se distribuyera bien por todo el recipiente y le añadí el colorante.

Al levantarse Juan para continuar con el arroz, después de haber tenido todos una conversación bastante agradable, me fui con él. Mariano se había pasado un poco con sus “cigarros” y, para mí, que Juan no estaba acostumbrado a eso. Así que me pareció que estaba un poco mareado. Le acompañé para que no se le cayera la paellera al suelo o algo así. El hecho de que removiera el arroz con la rasera después de añadirlo, me confirmó que ya descontrolaba algo. ¡Todo el mundo sabe que eso no se hace!

Noté como Cerro me miraba raro cuando me vio distribuir el arroz. Le expliqué que yo siempre lo hacía y, así, quedaba uniforme y cocía en todos lados por igual. Ajusté un poco el fuego con unos palos para que le diera el mismo calor por todas partes. Luego lo probé de sal y le pedí opinión a Cerro. Para mi gusto estaba bien, pero no quería parecer “el dictador de los arroces”.

Juan me dio a probar el caldo. Lo encontré un poco soso. Yo le hubiera echado bastante más sal, pero no queriendo ofenderle, le dije que, en mi opinión, le faltaba un poquito. Juan le echó un poco, menos de lo que le hubiera añadido yo. La siguiente vez que me lo dio a probar, le dije que perfecto – Aunque, para mí, seguía algo soso-.

Después de veinte minutos, más o menos, el arroz estaba hecho. Lo probé y estaba en su punto. Le pedí a cerro que me ayudara a apartar la paellera del fuego, la cogimos entre los dos y la llevamos al centro de la mesa de piedra. Allí estaban esperándonos todos. Jere tenía cara de hambre y le faltó aplaudir cuando llegamos. Ester empezó a repartir tenedores entre todos. Pregunté si no preferían comerlo directamente de la sartén. Mario, con una cerveza en una mano y un “cigarro” en la otra, dijo que por él bien. A mi me dio la sensación de que cualquier cosa le iba bien en ese momento. Comenzamos a comer. Está feo decirlo, pero ese día me salió un arroz de los de mis mejores días y todos lo afirmaron. Hasta Jorge se lo comió todo sin rechistar, lo cual, para lo que come este crío, era muy buena señal. Regamos el arroz con un vino que había traído Cerro. Yo no me fiaba mucho de ese vino antes de abrirlo, pero resultó que era excelente y hacía la mezcla perfecta con la comida que teníamos. Comimos, bebimos, charlamos, sobre todo charlamos, tomamos los postres y, al final, el día que había empezado con tantas dudas, resultó que estaba siendo de lo más agradable.

Cuando Juan decidió que el arroz estaba listo.- En mi opinión un poco entero – Lo llevamos a la mesa entre los dos y comenzamos a comer. Decidimos comer todos de la sartén, lo cual fue un acierto porque era mucho más cómodo. Al probarlo, por fin - Debo reconocer que lo hice con algo de aprensión- me sorprendí. ¡Resultó estar excelente!. Casi no podía creer que, a pesar de la sangre del conejo, a pesar de no haberle puesto ajo, tuviera tan buen sabor. Comimos, hablamos mucho y de muchas cosas, nos bebimos todo el vino que había traído y que siempre me da tan buen resultado en las comidas o cenas y las dudas que tenía por la mañana sobre cómo íbamos a pasar este día se iban disipando.

Llegó la hora en la que mis nuevos amigos se tenían que ir. Tenían un par de horas de viaje por delante y no podían partir muy tarde. Recogimos todo lo que habíamos puesto por medio y apagamos bien el fuego. A todos nos daba pena despedirnos, Jorge había hecho buenas migas con Jere y con Mariano. Éste, incluso, dejaba de fumar cuando jugaba con el pequeño. Alicia, Ester y Gracia también habían hecho buena amistad y se besaban citándose para otra ocasión. Yo, a su vez, me despedía de todos, especialmente del que había provocado esta reunión en el momento en el que se enteró que yo hacía arroces, casi invitándose a sí mismo a uno y que, desde ese día, se había convertido en un nuevo y buen amigo para mí.

Se hizo la hora de partir. Estábamos todos muy a gusto charlando, pero nos quedaba un viaje por delante y no era cuestión de conducir demasiado cansado. Lo poco que bebí ya se había bajado y no fumé nada de lo que llevaba Mariano. Era el momento de irse. No sin pena, me despedí de ese trío encantador que acababa de conocer. Me iba casi sin comprender como un tipo que utilizaba un conejo sin limpiar y no ponía ajo en casi nada podía cocinar un arroz tan exquisito. Pero lo más importante era que tenía unos nuevos amigos. Hasta este día Juan era un icono en mi ordenador y, a partir de entonces, era una persona con su voz, su mirada, su familia. Y, además, me gustaba ese tipo. El día dio de sí, había sido un gran día de campo.

Pablo A.

1 comentario

white -

se me ha hecho la boca agua, tanto por el arroz como por el día que pasasteis juntos.